En el arte de su sencillo KLK, Arca alza la bandera de un país en donde no puede vivir pero del que conoce muy bien su historia. La artista usa audífonos de ciencia ficción, su rostro sereno como si fuera a la guerra en otro planeta.
Y en efecto Arca libra una batalla urgente: la creación de un universo discontinuo en que la distorsión es la única pertenencia.
La bandera que sostiene Arca es la de Venezuela, país que abandonó hace más de una década, como al menos cinco millones más. Un solo relato estable, consensuado, de esa huida es imposible. Para una artista como Arca, hoy con 31 años, la historia del presente venezolano solo se puede contar a partir de una imaginación del futuro, que se anuncia con un sonido en el que múltiples influencias se reconcilian por medio del ruido.
En la trayectoria de Arca, la experimentación ha sido clave para distorsionar todo lo que toca: la música, el género, la sexualidad, la nacionalidad.
Su bandera es la de una Venezuela que está regada por el mundo, sobreviviendo dentro y fuera de sus fronteras. No es sorpresa que su proyecto artístico escandalice en el cuarto país de América Latina en que la población LGBTQ está más desprotegida. Arca no hubiese podido llegar a ser quien es en Venezuela.
El primer movimiento de Arca
La historia de Arca es una de movimiento, de giros que la han acercado radicalmente hacia sí misma sin aspirar a un centro. En cada uno de esos cambios, el verbo ser es más importante que el verbo pertenecer.
Alejandra Ghersi comenzó a trabajar con el nombre artístico de Nuuro (AKA Nuuro), con el que logró colaboraciones con importantes músicos independientes como Ulises Hadjis y Julio Briceño de Los Amigos Invisibles. A principios de la década del 2000, Caracas vivía una pequeña pero pujante escena de música electrónica de la que Nuuro formó parte durante su adolescencia.
La revista cultural plátanoverde, fundada en 2003, sirvió como catalizadora de fiestas y eventos que encontraron un público en su mayoría joven y de clase media, desinteresado en el debate político que en ese momento empezaba a polarizarse. La sexta edición de la revista incluyó un disco recopilatorio de 17 proyectos, que definían en ese momento el sonido de esa escena de la ciudad de Caracas. Luis Ricardo Garbán, productor bajo el nombre de Cardopusher, era una de las voces más ácidas del disco y de las escenas, como cultivador del breakcore, un ritmo feroz que calzaba muy bien con el de las calles de la capital venezolana.
A pesar de que Nuuro exploraba un sonido más bien intimista y delicado, crecer en esa Caracas feroz definiría mucha de su música posterior. Su segundo disco, The Reddest Ruby, publicado en 2009, destaca por el efecto de reverberación en su voz, hilo conductor de canciones de un electropop ligero, influenciado por la banda caraqueña Todosantos y con Julio Briceño, de Los Amigos Invisibles, en las guitarras de uno de los temas. Con esa placa cerraría su primera etapa creativa, pero las huellas de la tensión entre violencia y ensueño no dejarán de aparecer sucesivamente en su obra.
Cuando Arca se mudó a la ciudad de Nueva York, su carrera despegó vertiginosamente. Logró participar en el disco Yeezus, de Kanye West, lanzado en 2013. En una entrevista con The Guardian contó cómo lo hizo: “Le mandé las mierdas más locas que estaba haciendo. Casi fue una broma”. Su apuesta dio en el blanco, uno de los objetivos del rapero aspirante a la presidencia de los EEUU fue forzar los límites de los géneros musicales. La revista especializada The Fader explica que Yeezus marcó un importante hito en que las distinciones entre el avantgarde y el pop perdieron su significado.
La lista de colaboraciones de Arca creció y produjo un mixtape que dejó fascinada a Björk. “Ha debido de ser un buen karma, porque llegó en el momento perfecto”, le dijo la artista islandesa a Pitchfork sobre su encuentro con Arca. No fue solo buena suerte.
Björk recordó cómo Arca se sabía mejor que ella sus canciones y la ayudó a terminarVulnicura, su disco “más doloroso, pero también el más mágico”.
De ahí comenzó una fructífera relación que las condujo a un gira y en el siguiente disco de la islandesa: Utopia, compartieron créditos de autoría. “Ella es tan increíblemente talentosa y tiene tantas ganas de aprender. Es una de esas cosas locas en la vida, cuando gente de extremos opuestos se conoce y tienen tantas cosas que enseñarse”, asegura Björk sobre la venezolana.
Hacer lugar para lo raro
Arca hace colisionar los universos de la armonía y el ruido, del pop y la experimentación, de lo masculino y femenino, de lo propio y lo ajeno, del cuerpo y la máquina. En escena, Arca se ha presentado abierta de piernas ataviada de una parafernalia robótica, o vestida de un sobrio negro y el pelo recogido en una cola, como DJ de un elegante grupo de iniciados. Como artista trans no binaria, Arca es fluidez: “En una sociedad que no quiere hacer lugar para los cuerpos transhumanos, el viaje es más importante que cualquier destino”, dijo a sus seguidores en las redes sociales. Con uñas acrílicas “demasiado largas”, escribió originalmente en inglés: “Hagan lugar para la suavidad, la apertura, lo eventual, la transformación, el flujo, la curiosidad”.
En los dos LP más recientes de Arca hay una revisión crítica de sus raíces, una recopilación de referencias con la que se puede contar la historia musical reciente de Venezuela, desde el folklore hasta la electrónica urbana de la Caracas de principios de milenio. En Arca, su placa homónima de 2017, el tema “Reverie” empieza con una cita a Simón Díaz, el cantautor más importante de Venezuela: “Cuando el amor llega así de esta manera / el carutal reverdece”, dice la artista en medio de sonidos ominosos.
En una entrevista con Vice, Arca explica que la frase le parece llena de “espacio y misterio”, es una “tristeza antigua, heredada” que ella se permite que la traspase para lidiar con el miedo que le produce la situación política de su país. Arca ha sabido escuchar con atención el folklore y transformarlo, pasarlo por el lente queer, palabra que encierra todo un universo filosófico y estético de lo raro.
En su más reciente disco KiCk i, las referencias a su país de origen están regadas en los giros de un reguetón inclasificable titulado “KLK”. El nombre del tema es corto para “¿Qué es lo qués?”, un saludo popular en todo el Caribe muy usado en Venezuela.
“KLK” es un tema construido con densidad histórica. Para hacerlo, Arca llamó a un antiguo aliado, Cardopusher, residenciado en Barcelona, España, desde hace más de diez años. “KLK” se puede entender como un homenaje a una cultura poco visible de la que Arca fue parte: la música electrónica caraqueña.
En “KLK” un sub bajo que es una referencia al sonido del furruco se mezcla con sonidos de disparos, alucinantes cambios de ritmo, distorsiones malandras.
“KLK” está compuesta con una estrategia bastarda que mezcla historia, calle y experimentación. Su acidez bailable y percusión latina le hace también un guiño al tuky, una onomatopeya que encierra la galaxia más popular de la electrónica venezolana, un fenómeno de la primera década del siglo, nacido al calor del populoso barrio caraqueño de Propatria.
En los sucesivos vuelcos rítmicos de “KLK” no hay preocupación por la fidelidad sino por un hacerse continuo, sin pedagogía ni evangelio. Los productores juegan con las vocales de la española Rosalía, distorsionándolas, reverberándolas, haciéndolas parte de la instrumentación. La bandera de la carátula puede sugerirle a un escucha ajeno de dónde viene, pero las claves están allí para quien las sepa escuchar.
La voracidad con la que Arca arma el cambiante rompecabezas de sus canciones, enseña que identidad no implica aprobación ni reconciliación. Temas como “Reverie” y “KLK” demuestran que las heridas duelen desde el pasado, pero que el trauma también se puede bailar en el presente.
El futuro discontinuo
Con una fanaticada cultivada en las redes sociales, es incierto cuán conocida es Arca en su propio país. Desde que inició su carrera como Arca, no ha podido presentarse en Venezuela. En 2017 intentó armar un set espontáneo, pero “todo se complicó”. De salida, la Guardia Nacional revisó su equipaje y encontró “tacones y tacones”, una postal risible de un territorio gobernado por militares que poco han hecho por brindarle condiciones de vida a la población LGBTQ.
En un país cuya tragedia es un capítulo que todavía se escribe, en medio de un mundo sacudido por una pandemia, la música de Arca es una invitación a olvidar la propia biografía en favor de las que vendrán. La discusión partidista, la revolución y sus rostros más conocidos, se pierden entre la tristeza y la euforia. Su producción destaca no solo por sus colaboraciones con artistas internacionales, sino por ofrecer una posibilidad de salirse de cualquier etiqueta para darle cabida a lo diverso.
En Arca las aspiraciones narrativas están pasadas por el tamiz alienígena de la distorsión y con eso construye, paradójicamente, un relato de esperanza. En su obra se escucha lo que el crítico cultural Kodwo Eshun define, ante la condición negra, como el potencial del “discontinuo alien” de la música electrónica, opuesto a las genealogías y herencias, más inclinado hacia los intervalos y quiebres: “Se aleja de las raíces; se opone al sentido común con la fuerza de lo ficcional y el poder de la falsedad”.
Para unir los fragmentos tachados de la propia historia, Eshun afirma que hay que acercarnos a la máquina en vez de a lo vivo. Somos cyborgs, dice Eshun, en un guiño a Donna Haraway, y estamos demasiado ocupados construyéndonos en el espacio tiempo, como para casarnos con la idea de keep it real o de ser fieles a nosotros mismos.
Las múltiples capas de la música de Arca son las prótesis de un cuerpo futuro, los pedazos desperdigados con los que los venezolanos deberán construir un porvenir decididamente diferente y al ritmo de varios universos.