No fue una fecha específica, sino muchas, que son y seguirán siendo pasto de la historiografía. En nuestro pasado reciente, tan difícil de contar como una rumba muy loca que duró tres días y terminó muy mal, pero de la que uno no se acuerda porque se rascó en la mitad, no creo que podamos estar de acuerdo en el momento específico, la hora con minutos y segundos, en el que todo se rompió.
Sin embargo, el símil que siempre me viene a la cabeza es ese evento de extinción masiva de hace 65 millones de años que acabó con los dinosaurios. Tiendo a pensar en eso como si el meteorito no hubiera caído sobre la península de Yucatán, sino sobre la de Paraguaná.
Yo sé que lo nuestro fue un proceso, no un peñón ardiente que nos cayó del cielo, de repente, sin que nadie lo viera venir. Pienso en ese meteorito, supongo, para tratar de compendiar esta historia dentro del estrecho haz de luz de un fogonazo claro, discernible, porque mucho peor es dejarse agobiar la memoria por tantos años de consignas, insultos, promesas incumplidas, malas noticias y peores recuerdos.
En lo que sí pega el cliché jurásico es en que, para los venezolanos, nuestro mundo se transformó radicalmente, tal como le pasó al de los tiranosaurios, los triceratops y los brontosuarios.
Teníamos una democracia de mediocres resultados y ahora tenemos una dictadura catastrófica. Teníamos una nación joven y en bono demográfico y ahora tenemos una migración masiva que está dejando atrás a muchos infantes a cargo de abuelos que no trabajan. Teníamos una economía petrolera rentista que se abría a nuevos sectores, y ahora tenemos a la gallina de los huevos de oro muerta sobre la mesa, lista para el sancocho, que habrá que hacer con agua sucia y yuca amarga sobre un fogón de leña.
El meteorito sobre Paraguaná, como el de Yucatán, acabó con los grandotes y le dejó el paisaje quemado a los pequeños.
El tamaño de la onda expansiva
En esa selección natural a los coñazos coincidieron factores domésticos y foráneos; particularidades locales y tendencias que cruzaron el mundo entero.
Aquel entorno de medios de referencia de alcance nacional, esos periódicos, circuitos radiales y canales de televisión que entre todos construían un espacio de referencias común a casi todo el mundo, sucumbió ante la hostilidad sistemática del autoritarismo chavista, la desaparición de sus fuentes de financiamiento, la mala gerencia y la extensión de Internet. De esos grandes animales mediáticos solo quedan sus fósiles; lo demás somos pequeños proyectos que correteamos por ahí haciendo lo que podamos. Sin embargo, eso mismo ha ido pasando en muchos otros sitios; en Canadá el Estado ha tenido que salir a soltar plata para mantener con vida a algunos periódicos, y en España, Chile o Argentina uno todavía ve por ahí a los viejos grandes diarios, pero pasando mucho trabajo.
Aquel ecosistema del poder en el que dos grandes partidos políticos competían por la distribución de la renta petrolera estalló a manos de su decadencia, la fuerza centrífuga de la antipolítica, y la fuerza centrípeta que desataron el retorno de la casta militar y la resurrección de la ultraizquierda. Hoy, ni el PSUV es el fenómeno de masas que llegó a ser, ni las organizaciones de la oposición pueden aspirar, ni juntas ni por separado, a la influencia que sus antecesores adecos y copeyanos tuvieron sobre la sociedad. Sin embargo, eso mismo ha ido ocurriendo en Colombia o Italia, y en Estados Unidos, Gran Bretaña o México uno ve que los viejos partidos siguen ahí pero están siendo desmenuzados desde dentro por el populismo.
Varios de esos cambios que han vuelto Venezuela irreconocible han sido también experimentados por otras sociedades, porque al saltar de un siglo a otro se les quebraron las patas a variables muy sólidas de la segunda mitad del siglo XX, como el empleo estable o el dominio de la televisión.
Podemos enumerar otras grandes transformaciones, dibujar con facilidad otros pares de viñetas que nos permitan identificar las diferencias entre el antes y el después de nuestro país. Un ejercicio parecido podrían también hacer los bolivianos o los peruanos con lo que han visto pasar desde principios de los 90 para acá. Si nos juntáramos todos a hablar con seriedad de esto, terminaríamos coincidiendo en que todas nuestras naciones cambiaron realmente muchísimo en 20 años.
No obstante, hay dos aspectos de la transformación de Venezuela que requieren una narrativa propia, que demandan de nosotros el esfuerzo por contar una historia que es solo nuestra y de nadie más.
La magnitud del guamazo
Uno de esos aspectos son las dimensiones de nuestras pérdidas. Tenemos ya unos cuantos estimados numéricos, que las expresan en términos de caída del producto interno bruto y de la producción petrolera, retrocesos en el derecho a la salud, número de venezolanos que hemos dejado nuestro país desde 2014, duración y porcentajes de la hiperinflación. Cuando comparamos esas estadísticas con los referentes históricos regionales y globales, podemos transmitir la violencia con que tantos indicadores han descendido tanto en un periodo determinado.
Esas cifras son muy útiles, pero no bastan.
Tenemos que reunir testimonios, imágenes, historias, que permitan entender, sentir —a los demás, pero también a nosotros mismos— cuán grave es lo que nos ha ocurrido.
Esto es complicado porque es fácil incurrir en el amarillismo de la pornomiseria, o porque estos años han normalizado tanto el sufrimiento que nos hemos vuelto sordos o ciegos, y no queremos asomarnos a las mismas desgracias una y otra vez, pero hay que insistir en documentar y difundir esas historias, como varios entre nosotros ya lo están haciendo. Una cosa es leer que la peste bubónica diezmó Europa a mediados del siglo XIV y otra leer el Decamerón de Bocaccio.
Y el otro aspecto es la huella de esos cambios en nuestras mentalidades. Una dimensión de este asunto que es incluso más difícil de elaborar. Ahí sí no podemos contar con las cifras del laboratorio de crecimiento económico de Harvard o de la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida. Ahí lo que podemos reunir, por el momento, es más bien una lista de preguntas larga como la playa de La Restinga.
Qué pensábamos que era la democracia en 1989, en 1992, en 1999, y qué pensamos en 2019 sobre qué debería ser una verdadera democracia. Cuán de acuerdo podemos estar sobre esa definición, o sobre la de estado de derecho, libertades individuales, equidad social y económica. Cómo pensamos que debamos relacionarnos los hombres con las mujeres, las personas con el ambiente, los civiles con los militares, los adultos con los chamos.
Cambió el país.
Cambiaron nuestras vidas.
¿Cómo cambió lo que los venezolanos tenemos en la cabeza?
No es nada fácil saberlo. Pero de cómo respondamos a esa pregunta, depende la calidad de los cambios que tenemos por delante. Depende la capacidad que tengamos para reconstruir lo que quedó después que nos cayó encima ese meteorito.