El 27 de septiembre de 2019, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, del cual forma parte Venezuela (representada ante la ONU por el régimen de Nicolás Maduro) estableció una Misión Internacional Independiente de determinación de los hechos para nuestro país, similar a las que ha creado para investigar atrocidades en Gaza, la República Centroafricana o Siria.
La resolución que le dio carácter legal a esa Misión sobre Venezuela estableció el siguiente mandato: enviar urgentemente una misión a Venezuela “para que investigue ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y tortura, y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes cometidos desde 2014”. También debía “asegurar la plena rendición de cuentas de los autores y la justicia para las víctimas” y presentar un informe.
La resolución, que entre otras cosas mencionaba las denuncias hechas por la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, fue aprobada con 19 votos a favor sobre 7 en contra y 21 abstenciones, y la Misión se puso a trabajar. Pero el régimen de Maduro no permitió que fueran a Venezuela sus tres miembros, todos con experiencia en la Corte Penal Internacional: la presidenta de la Misión, Marta Valiñas (una experta portuguesa en derechos humanos, justicia penal internacional y delitos de géneros, que participó en misiones en Bosnia, Colombia y Guatemala); Francisco Cox (un penalista chileno que investigó la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa, México); y Paul Seils (un académico escocés, experto en justicia transicional).
De todos modos, se las arreglaron para investigar, porque los expertos en derechos humanos saben cómo hacer su trabajo pese a los obstáculos que pone el mismo régimen que es culpable de las atrocidades que documentan, y terminaron un primer informe, que hicieron público el 16 de septiembre en Ginebra. El comunicado que emitió el organismo ese día contiene párrafos históricos, que merecen ser citados palabra por palabra. Las cursivas son nuestras.
“La Misión investigó 223 casos, de los cuales 48 se incluyen como estudios de casos exhaustivos en el informe de 443 páginas. Además, la Misión examinó otros 2.891 casos para corroborar los patrones de violaciones y crímenes”.
“Aunque reconoció la naturaleza de la crisis y las tensiones en el país y la responsabilidad del Estado de mantener el orden público, la Misión constató que el Gobierno, los agentes estatales y los grupos que trabajaban con ellos habían cometido violaciones flagrantes de los derechos humanos de hombres y mujeres en Venezuela. Identificó patrones de violaciones y crímenes altamente coordinados de conformidad con las políticas del Estado y parte de un curso de conducta tanto generalizado como sistemático, constituyendo así crímenes de lesa humanidad”.
“La Misión constató que las autoridades estatales de alto nivel tenían y ejercían el poder con la supervisión de las fuerzas de seguridad y los organismos de inteligencia identificados en el informe como responsables de esas violaciones. El Presidente Maduro y los Ministros del Interior y de Defensa tenían conocimiento de los crímenes. Dieron órdenes, coordinaron actividades y suministraron recursos en apoyo de los planes y políticas en virtud de los cuales se cometieron los crímenes”.
“La Misión encontró motivos razonables para creer que las autoridades y las fuerzas de seguridad venezolanas han planificado y ejecutado desde 2014 graves violaciones a los derechos humanos, algunas de las cuales —incluidas las ejecuciones arbitrarias y el uso sistemático de la tortura— constituyen crímenes de lesa humanidad, dijo Marta Valiñas, presidenta de la Misión”.
Es un informe con nombres y apellidos de víctimas y de victimarios. Con descripciones que son difíciles de leer; no digamos de redactar o de recordar desde el trauma. Y solo es una parte del horror.
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Los expertos en derechos humanos coinciden en que la mención de los crímenes de lesa humanidad abren la posibilidad de que el caso Venezuela avance en el organismo ajeno al Sistema de Naciones Unidas que se ocupa de juzgar esos crímenes: la Corte Penal Internacional, o CPI, con sede en La Haya, Holanda.
Tamara Taraciuk Broner, Acting Americas deputy director de Human Rights Watch, considera que “es particularmente relevante que incluya un análisis no solo de la extensión de las violaciones de derechos humanos, calificándolas de crímenes contra la humanidad, sino de la responsabilidad individual al más alto nivel, incluyendo al propio Maduro, sus ministros de Interior y Defensa, a Cabello y a decenas de funcionarios de inteligencia. Las conclusiones se basan no solo en desgarradores testimonios de víctimas, sino en información provista por funcionarios y exfuncionarios del régimen, particularmente valiosa para determinar las líneas de mando”.
El coordinador de Provea, Rafael Uzcátegui, acostumbrado como defensor de los derechos humanos a las luchas a largo plazo, lo ve en estos términos: es un buen paso más. Para él, la Misión ayuda a visibilizar más la situación venezolana porque no es un actor político ni una ONG local, sino un organismo técnico de Naciones Unidas altamente respetado, y puede ayudar a que la Misión se extienda y logre en un reporte posterior lo que no pudo con este: contar también lo que ocurre en el Arco Minero.
Julio Henríquez, coordinador internacional de Foro Penal, no tiene dudas de que es el informe más contundente que cualquier organismo ha hecho sobre los derechos humanos en Venezuela, por el volumen de evidencia, por el nivel de profundidad en ciertos casos, por cómo hace énfasis en los crímenes de lesa humanidad de los que se ocupa la CPI, y por cómo describe el contexto para hacer ver que es una política sistemática de abusos que responde a una cadena de mando extensa, que no incluye solo al funcionario que viola, tortura o mata, sino al que le ordenó hacerlo. “Aparte”, dice este abogado basado en Estados Unidos, “la evidencia fue obtenida con una metodología que probablemente la haría admisible en fases de juicio en la CPI, y esto es vital, ya que la disponibilidad de evidencia admisible es una piedra de tranca común a varios casos. En buena medida, hace justamente el trabajo que se espera de la fiscalía de la CPI”.
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Maryhen Jiménez, politóloga venezolana que enseña e investiga en la Universidad de Oxford, coincide en que esto será valioso para obtener algo de justicia más adelante, pero no espera que haya muchos cambios en el corto plazo: la oposición que se ha pronunciado en contra de negociar o de participar en las parlamentarias fortalecerá su narrativa; Trump radicalizará aún más su discurso contra Maduro en el contexto de su campaña por la reelección; y el régimen tiene aún menos razones para esperar que una negociación le traiga ningún beneficio. “Esto sí puede generar incentivos para una fractura en el seno chavista”, agrega Maryhen, “pero aquellos que no quieren ser vistos como violadores de derechos humanos, ¿con quién se comunicarían, y cómo? ¿A quién verían en la oposición como un interlocutor confiable?”.
Y tiene un punto: en el Political Risk Report del viernes pasado contamos que se ha incrementado la vigilancia interna dentro de las fuerzas armadas para determinar quiénes filtraron la información sobre los centros clandestinos de tortura. Naturalmente esa vigilancia impide que los oficiales descontentos puedan comunicarse con la oposición o con organismos internacionales para desertar y obtener protección a cambio de sus testimonios.
Federica Paddeu, profesora de derecho internacional en la universidad de Cambridge, ve aquí una vergüenza para el régimen, pero poco margen para que haya más consecuencias, al menos en lo inmediato. Pueden venir más sanciones de las que ya hay, pero sin alterar la ecuación política internacional respecto a Venezuela: “Los gobiernos que iban a imponer sanciones ya lo han hecho”, dice Federica, “y los que no lo han hecho probablemente no lo harán ahora”.
Esto no es un veredicto en un juicio. Si avanza hacia el estado de investigación formal en la Corte Penal Internacional, no podría hacer mayor cosa la fiscal sin la colaboración del régimen. Y esa es la misma CPI criticada por tantos países, boicoteada desde el principio por Estados Unidos, que no ha abierto ninguna investigación en América Latina y que mantiene el caso Venezuela en la fase de examen preliminar, el mismo estatus que tienen las denuncias sobre las atrocidades cometidas en Colombia desde hace doce años.
“Hay una diferencia fundamental con Colombia”, advierte Tamara Taraciuk. “Allí hay un sistema de justicia que funciona y existe una dinámica en la cual el gobierno colombiano le informa a la fiscalía de la CPI cuáles avances han tenido en las investigaciones internas y eso demora el proceso porque genuinamente tienen algo para mostrar. Eso en Venezuela no existe porque no hay independencia judicial. Es más, el informe de la FFM (Fact-Finding Mission) dijo explícitamente que el poder judicial venezolano no solo no investigaba los abusos, sino que fue cómplice activo. Eso debería impedir una demora como la de Colombia una vez que la Fiscalía decida que los hechos pueden ser delitos bajo jurisdicción de la CPI”.
Es cierto que este reporte podría llevar a otros Estados a instituir juicios sobre la base de la jurisdicción universal. “Los Estados pueden, concorde al derecho internacional”, explica Federica, “enjuiciar a individuos por la comisión de (ciertos) crímenes internacionales, incluyendo los de lesa humanidad, aun cuando el acusado y las víctimas no sean sus nacionales, y los crímenes se hayan cometido en el territorio de otro Estado”. Pero de nuevo, con el régimen ahí, ¿cómo podríamos imaginarnos a Maduro o a Padrino sentados en el banquillo en La Haya?
“Habría un inmenso problema al momento de identificar a los individuos acusados”, dice Federica. “¿Quién los va a llevar ante la Corte? Venezuela no los enviará, y muchos de ellos tendrán inmunidad estatal”.
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La CPI está en crisis y la fiscal que ha manejado el caso Venezuela está a punto de irse, pero este reporte del Consejo de Derechos Humanos dirige la presión hacia ese organismo para que actúe, como también a la Oficina de la Alta Comisionada, dice Julio Henríquez, que en sus últimos reportes ha sido un poco más benevolente con Maduro en su tono y ha reconocido “logros” o “gestos”.
El régimen parece contar con ella, de hecho, puesto que insiste en que está trabajando con su equipo y además estimula una narrativa, que ya corre por el aparato internacional de propagandistas de la dictadura, según la cual hay una brecha importante entre el informe de la Misión y los que ha dado Bachelet, la expresidenta de Chile a quien sí han dejado pasar y dejar investigadores en Venezuela.
A las dictaduras les interesa que las sociedades que dominan sepan que son capaces de practicar detenciones arbitrarias, violar, torturar y matar. Pero no les gusta que los demás los denuncien por eso, pues reduce sus posibilidades de obtener socios, créditos, acceso a foros internacionales donde puedan defenderse: de ahí que inviertan tantos recursos en propaganda y en formar parte de organismos creados para vigilar el respeto a los derechos humanos en el sistema de Naciones Unidas, como el Consejo de Derechos Humanos, donde están Venezuela, Cuba, Nicaragua, Arabia Saudita, Rusia y China, entre muchos otros Estados nada democráticos.
Por ese motivo las dictaduras también juegan al buen muchacho, con quien pueden. La de Maduro parece querer seguir colaborando —claro que hasta cierto punto— con Bachelet, que aunque ha denunciado muchos abusos y ha recomendado la disolución de las FAES, parece ser alguien de quien el régimen espera cierto grado de colaboración, alguien a quien puede alegar que la fuerza pública, como en todas partes, tiene manzanas podridas, y a quien puede ofrecer chivos expiatorios, un patrón que hemos visto también con la represión en Venezuela, ante la cual el mismo régimen apresa a uno que otro matón uniformado o colectivo sin que nadie sepa después si es juzgado o si cumple su condena.
Pero no pueden jugar al buen muchacho con quienes escribieron en un reporte de alto nivel que han cometido crímenes contra la humanidad, así que los tienen que anular: decir que hacen “propaganda de guerra”, que les pagaron millones de dólares, que el informe no vale porque no fue hecho desde el terreno. Eso mismo ya lo está diciendo también la canciller del gobierno peronista de Argentina, por lo que cabe esperar que no apoyará una renovación del mandato de investigación de la Misión. Habrá que ver cómo ese argumento pasa de la reacción propagandística mundial al salón de deliberaciones en Ginebra, vía los representantes de cada país que vaya a votar cuando se discuta este reporte en el Consejo, y deba aprobarse o no que el mandato de la misión sobre Venezuela se renueve. La última vez que el Consejo votó una resolución contra el régimen de Maduro, esta se aprobó con 23 votos a favor sobre siete en contra: los de Burundi, China, Cuba, República Democrática del Congo, Egipto, Pakistán y Venezuela.
Como sea, el reporte existe, no puede ser alterado, no desaparecerá. Ya fue abundantemente comentado en la prensa internacional, y con seguridad será citado muchas veces en el futuro.
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Ya es mucho lo que está en juego cuando se pondera lo que este reporte significa a la hora de obtener justicia y de llevar a juicio, donde sea, cuando sea, a los responsables de este horror. Pero no es solo eso. Este texto llega desde Ginebra el mismo año en que la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida 2019 lanza la conclusión de que Venezuela es el país más pobre de América. Ahora también somos, según ese organismo de la ONU, un país donde el gobierno comete crímenes que no prescriben, de una gravedad y una escala tales que hieren la dignidad humana.
Con sus 443 páginas en su versión detallada, este reporte es más largo que Doña Bárbara, que Se llamaba SN, que Memorias de un venezolano de la decadencia, y aunque sea más difícil de leer que todas esas novelas sobre los horrores que este país ha producido, está hecho de realidad, agobiante, inmediata, documentada con detalle, sin el pudor de los viejos novelistas sino con el rigor de los abogados de derechos humanos. Es un informe sobre el mal que tenemos dentro. El mal que se apoderó de (casi) todo.
Claro que hay preguntas que no responde.
¿Cómo llegamos a esto?
Hay tantas maneras de responder a esta pregunta que hemos acumulado una bibliografía sobre cómo, por qué, cuándo se perdió el país. Es un tema inabarcable que discutiremos por décadas. Pero este reporte se ocupa de un aspecto muy preciso: cómo las instituciones hacen lo contrario de lo que deberían hacer. Las fuerzas armadas y las policías no están para cuidar a los ciudadanos, sino a la dictadura. Se han organizado para ejercer toda la crueldad que haga falta para mantener al régimen en el poder. “Los derechos humanos deben ser el centro de la formación jurídica de los funcionarios, y la clave para la toma de decisiones”, dice el abogado y profesor universitario Carlos García Soto, con la sobriedad de los académicos. “Pero en muchas ocasiones vemos que se toman decisiones que no consideran, por ejemplo, las garantías procesales de los afectados. ¿Por qué ocurre ello? Es una mezcla de desinterés, negligencia y arbitrariedad”.
¿Cómo salimos de esto? Hay tantas maneras de responder a esta pregunta que nos hemos acostumbrado a pelearnos por imponer una respuesta única. Lo que dice este reporte es que salir de este foso requiere hacer justicia, y ese propósito es lo que justifica su existencia. Como otras sociedades que vimos de lejos y de cerca sufrir desgracias parecidas —Colombia, Guatemala, Argentina, Chile, Perú, tantas, tantas más— ahora los venezolanos tenemos que preguntarnos cómo hacer para que lo que dice este reporte deje de ocurrir, y cómo impedir que nos ocurra de nuevo.