Una de las anécdotas que ha circulado ampliamente en medio de la pandemia es de la antropóloga Margaret Mead cuando un estudiante le preguntó que cuál era, a su juicio, el hallazgo que evidenciaba el comienzo de la cultura. Esperando escuchar algo como potes de arcilla o cabezas de flechas, el estudiante se sorprendió al escuchar “un fémur roto que fue curado”.
La pandemia ha servido para subrayar la íntima conexión de la humanidad entera. La manera en que los hábitos alimenticios, los sistemas de gobierno, los medios cada vez más veloces de transporte, y hasta nuestra manera de saludarnos, influyen en el curso de un virus que ha detenido todo el planeta. El coronavirus ha puesto de rodillas el poderío humano: paralizó el comercio, las olimpiadas, los aeropuertos, las protestas públicas y más.
Sumado a las consecuencias de la salud de los contagiados, los sistemas sanitarios, la economía mundial y las adaptaciones a la vida cotidiana que ha exigido la pandemia, ha habido un repunte a nivel mundial de trastornos de ansiedad. Por ende se les pregunta a los profesionales de la salud mental: ¿cómo se lidia con las angustias que todo esto despierta?
Circulan muchas recomendaciones, ideas, gestos salvadores, actos creativos que dan cuenta de que, en lugares geográficos con mayor piso de respuesta social, los daños ciertamente están, pero el músculo creativo se reinventa al servicio del otro y de uno con el otro y del sí mismo. Muchas de las recomendaciones, útiles sin duda, se anclan en el terreno de las acciones concretas y conscientes que podemos incluir en nuestras rutinas para sobrellevar la angustia, el tedio, la pérdida o el conflicto que desata las medidas de protección que han alterado nuestras vidas.
Creemos, sin embargo, que puede ser útil tomar un paso al costado y escucharnos desde otro lugar. Hay por lo menos dos elementos fuera de las prescripciones más concretas que valen la pena considerar. El primero, es que la pandemia nos ha colocado de manera dramática frente a la vulnerabilidad humana. Ante esto, algunos han querido continuar como si nada, como los presidentes de Brasil y México, besucones desafiantes, que parecerían estar en negación de los riesgos que implica el COVID-19. Lo cierto, es que desde el Príncipe Carlos hasta los plebeyos estamos expuestos. La omnipotencia no está resultando buena consejera.
A la vulnerabilidad se le suma una gran cuota de incertidumbre. Nuestros parámetros de control han sido trastocados. Hay recomendaciones que nos pueden ayudar a sobrellevar el día a día, pero inevitablemente necesitamos escuchar y articular el temor que surge. El miedo, lo sabemos, pero se nos olvida, es una alerta que necesita ser atendida, para poder prepararnos para lidiar con una amenaza. Lidiar con el miedo sin negarlo, pero sin quedar sobrepasado por el desespero, es parte de la tarea.
La escucha y el esfuerzo por darle palabra a nuestro mundo interno, es parte de una solución que lidia con la incertidumbre sin pretender tener las respuestas de antemano. Una de las maneras en que la psicoterapia psicoanalítica ha sido descrita es como una “conversación con la incertidumbre”. La gran verdad, es que ni los expertos tienen la respuesta completa de las dimensiones del problema ni de su solución. Lo más probable es que tengamos que hablar y escucharnos para descifrarlo en conjunto.
Lo que estamos diciendo, y que lleva al segundo elemento, es que el problema tiene que ver con la interdependencia humana, y su solución, probablemente también. Una de las medidas preventivas curiosamente se ha llamado “distanciamiento social”, cuando lo que necesitamos es distanciamiento físico, pero no social. Tanto por el proceso de concebir soluciones a un problema de dimensión sistémica, como por el funcionamiento biológico individual: la conexión humana es esencial. Sabemos que el sistema de defensa inmunológico está íntimamente relacionado con la vinculación interpersonal, la soledad nos hace más propensos a enfermar.
Nos estamos quedando en casa, aunque parezca paradójico, como gesto de profundo reconocimiento del otro. Nos quedamos en casa, para cuidar a los demás tanto como a nosotros mismos. Nos quedamos en casa, porque el bienestar del otro es indispensable para el bienestar nuestro. Visto así, nuestro encierro no es aislamiento. Las redes de solidaridad, para estar atentos a las personas de nuestro vecindario que no se pueden valer por sí mismas, el comunicar nuestra preocupación por el otro, el pedir ayuda, la música en los balcones o los aplausos a los operarios de salud, son gestos indispensables de conexión humana, necesarios para mantenernos sanos y cuerdos.
No olvidemos finalmente que los riesgos y las desventajas tienden a multiplicarse, por lo que, aquellos que vienen arrastrando desventajas, están ahora en una situación multiplicada de riesgo. Los que tienen alguna situación previa de vulnerabilidad, por edad, por salud, por pobreza, por red de apoyo limitada, están mucho más expuestos y haremos bien en pensar en el problema priorizando las necesidades de aquéllos que la van a sufrir más.
La cuarentena es un alto obligatorio que puede ayudar a hacer un parado en una vida que no deja de exigir apresuramiento, un llamado a abrir espacios para la reflexión, para recalibrar nuestras prioridades y para hacernos más conscientes de nuestra interdependencia, nuestra necesidad del otro, fomentar nuestra capacidad de construir la cultura en los términos que propuso Margaret Mead.