Como tantas otras historias, grandes o pequeñas, esta tiene varias maneras de contarse.
Una puede ser decir estrictamente lo que pasó, lo cual cabe en un párrafo.
En la mañana del 21 de octubre, llevé a mi hija a su escuela, aquí en Montreal; busqué a mi esposa y caminamos al lugar donde nos correspondía votar para las elecciones federales de Canadá, a dos cuadras de casa. No eran las 9:00 y una sonriente muchacha nos dijo que el proceso empezaba a las 9:30, así que fuimos al automercado. Volvimos poco antes de que abrieran y la coordinadora del centro de votación celebró que había mucha gente; no eran más de 15 votantes, que parecían impacientes. Mi mujer votó de primera ese día en la mesa 1. Yo fui el segundo. “Bonjour”, “Bonjour”. Mostré la tarjeta de votación que me habían enviado por correo y mi licencia de manejar. Me dieron una pequeña hoja de papel doblada. Fui a una mesa con un cartón blanco plegado como un biombo. La única instrucción que había dentro del biombo era un dibujo de una equis dentro de un cuadrado. Sobre la mesa había un lápiz. Abrí el papel y marqué una equis en el cuadrado junto al nombre de la congresista por la que quería votar. Doblé la hoja; se la entregué a la señora de la mesa. Ella le arrancó una pestaña, me la devolvió y yo la metí en la urna. “Merci, bonne journée”.
Eso fue todo. Unos pocos minutos.
Aquí podría terminar la crónica, pero entonces se perdería buena parte de su sentido. Para encontrar esa parte, hay que probar otras maneras de contar.
Podemos ver esa misma imagen en negativo y enumerar lo que un venezolano notará que no aparece en ese párrafo. No había ni un policía ni un militar en este centro de votación. No había un gentío esperando, ni un punto rojo del PSUV. Ningún camión con parlantes pasó por las calles de madrugada, despertándonos con la diana de Carabobo. No había motorizados disparando, ni caravanas tocando corneta. En los postes —no en las paredes— abundaban los carteles de los candidatos, y había habido mentiras, insultos, manipulaciones en la campaña, pero no marchas, ni violencia. Nadie nos hizo comprobar nuestra identidad en una captahuellas ni mojar el meñique en tinta violeta.
En esta elección federal hubo poca abstención para las estadísticas del país —votó el 65,95 % del padrón electoral de 27,1 millones— y este era el ambiente en un centro de votación de una de las áreas más densamente pobladas de la segunda ciudad de Canadá: silencio, eficiencia, apuro para irse a la oficina. Al fin y al cabo, era lunes en la mañana, un lunes como cualquier otro: plenamente laboral, sin ley seca, y con las escuelas y las universidades esperando a sus alumnos.
Para nosotros, en cambio, era un hito.
El producto de una cadena de decisiones individuales y de pareja, que tomamos para protegernos de las decisiones de muchas otras personas.
En 2009, cuando Chávez se salió con la suya e hizo reformar la Constitución para hacerse reelegir de por vida, decidimos que no queríamos seguir viviendo en un país cuya mayoría había tomado una decisión contraria a nuestros valores. Decidimos emigrar. Decidimos apostar por Canadá; nos inscribimos en el programa para inmigrantes calificados, pasamos todas las pruebas, Canadá decidió aceptarnos, y nos vinimos en 2014. Este año, decidimos pedir la ciudadanía canadiense, pasamos esas otras pruebas, y así obtuvimos el derecho a votar.
Ese día, en ese centro de votación, desembocaba toda esa historia de decisiones nuestras, de cosas que salieron mal y de cosas que salieron bien, un árbol de aprendizajes, ganancias, pérdidas y sacrificios, separaciones de nuestra gente, de nuestro mundo anterior, separaciones que no dejan de doler. Nadie en ese lugar podía saberlo, ni tampoco la congresista por la que votamos, la liberal Rachel Bendayan, hija de inmigrantes como nuestra chama. Pero debía haber muchas otras historias similares a la nuestra ese día, pues muchos de los que obtuvieron la ciudadanía en los cuatro años anteriores, estarían también estrenándose como electores canadienses.
Aquí se despliega otra dimensión de esta historia, otro montón de acontecimientos convergiendo como en un embudo en estos minutos de serena eficacia que fueron tan relevantes para nosotros. Me refiero a todo lo que había ocurrido en Canadá, o lo que se había evitado que ocurriera, para que nosotros y casi 18 millones de personas más pudiéramos votar tan tranquilamente ese día.
Es muchísimo lo que me falta por saber de este país, pero ya he podido darme cuenta de que la estabilidad de Canadá tiene que ver con una tradición de negociaciones para evitar enfrentamientos, aun cuando los problemas de fondo siguen sin resolverse del todo. Canadá se independizó de Gran Bretaña sin violencia, en un proceso que duró más de un siglo; conserva una política exterior de llevarse más o menos bien con todo el mundo; ha aguantado las pulsiones separatistas de Quebec y Alberta; y, al menos hasta ahora, logra manejar la convivencia entre nativos e inmigrantes mediante el modelo del multiculturalismo: todos podemos conservar nuestras culturas y creencias mientras obedezcamos las leyes. Aunque sigue arrastrando dolorosas asignaturas pendientes como la situación de sus indígenas, este país no sabe lo que es una guerra civil o un golpe de Estado, y esa capacidad de evitar que la sangre llegue al río, una experiencia de muchas generaciones en ponerse de acuerdo sobre las cosas esenciales, es la cultura que hace que las leyes funcionen. Y que, por tanto, una elección federal como esta se pueda hacer sin tanques, sobresaltos en la bolsa ni cierre de fronteras.
Para que nuestra experiencia de votar en Canadá haya sido tan rápida, tan discreta, tan sutil, han tenido que pasar muchas cosas en este país. Como muchas otras tuvieron que pasar en Venezuela para que ya no tengamos la oportunidad de hacerlo y para que nosotros comprendiéramos por fin todo lo que significa votar.
Aquí la gente da todo eso por sentado. Uno sabe —o debería saber— lo que cuesta tenerlo y lo fácil que es perderlo.
Esa mañana en Montreal, los demás siguieron con sus rutinas, pero nosotros dos salimos de ahí conmovidos, con la cabeza llena de preguntas, con una necesidad urgente de procesar y de compartir esa experiencia.
Porque no fue solo una equis marcada con un lápiz. Dos líneas grises cruzadas dentro de un cuadrado. Para nosotros era un dibujo, perfecto en su nitidez, para ilustrar una realidad invaluable. Mucho más que un gesto ciudadano, esa equis es la clase de cosas que permite que siga existiendo —a pesar de tantas amenazas, que hoy son muchas y son grandes— eso que nosotros perdimos en Venezuela y no hallamos cómo recuperar: la democracia.