El mes pasado, Juan Guaidó apareció en Washington D. C. en el rol de emblema político. El principal líder de la oposición de Venezuela —el hombre designado legítimo presidente por la Asamblea Nacional de ese país, y reconocido como tal por millones de sus conciudadanos y por varias docenas de países extranjeros— fue uno de los invitados especiales al discurso del Estado de la Unión. El presidente Donald Trump presentó a Guaidó como la viva prueba de que su administración está “defendiendo la libertad en el hemisferio” y ha “revertido las políticas fallidas de la administración anterior”; calificó a Nicolás Maduro de gobernante ilegítimo cuyo “control sobre la tiranía será aplastado y fracturado”. No dio detalles de cómo eso habría de suceder. Trump, que nunca ha estado en Venezuela ni mostró en el pasado ningún interés en ese país —de hecho, nunca antes se mostró interesado en la libertad de ningún otro lugar— es posible que sepa que Venezuela es importante para muchos votantes del sur de Florida. En su favor, sin embargo, hay que decir que los miembros del Congreso dieron una ovación bipartidista a Guaidó.
Trump no es el único líder mundial que menciona a Venezuela con fines interesados. Independientemente de lo que en realidad sucede allí, Venezuela también ha sido por mucho tiempo una causa simbólica de la izquierda marxista, en especial cuando la presidía el difunto Hugo Chávez. Hace más de una década, Hans Modrow, uno de los últimos líderes del Partido Comunista de Alemania Oriental y dirigente actual del partido de extrema izquierda Die Linke, me dijo que el “socialismo bolivariano” de Chávez representaba su mayor esperanza: las ideas marxistas —que habían llevado a Alemania Oriental a la bancarrota— podrían triunfar por fin, en América Latina. Jeremy Corbyn, el líder de extrema izquierda del Partido Laborista Británico, apareció en fotos con Chávez y calificó al régimen de Venezuela como una “inspiración para todos nosotros en la lucha contra las economías de austeridad y neoliberales”. La retórica de Chávez también ayudó a inspirar al marxista español Pablo Iglesias a crear Podemos, el partido de extrema izquierda de España. Hace tiempo que se sospecha que Iglesias recibió dinero venezolano, aunque él lo niega. Aún hoy, la idea de Venezuela suscita defensas y furias dondequiera que se reúnan marxistas comprometidos, ya sean los activistas de Code Pink que juran “proteger” de la oposición venezolana la embajada de Venezuela en Washington o los marxistas franceses que se niegan a llamar dictador a Maduro.
Y sin embargo, Venezuela no es una idea. Es un lugar real, lleno de gente real que atraviesa una crisis sin precedentes y en algunos sentidos muy espeluznante. Si simboliza algo, es el poder de distorsión de los símbolos. En realidad, el país no podría ser un alivio ni para los jóvenes marxistas ni para los autodenominados antiimperialistas, ni tampoco para los fans de Donald Trump. Pasé unos días allí a principios de este mes, por una invitación académica.
En el curso de sus conversaciones conmigo, tres personas rompieron a llorar mientras me hablaban de su vida y su país.
Una de ellas fue Susana Raffalli, reconocida experta venezolana en nutrición y seguridad alimentaria. En su larga carrera, Raffalli ha trabajado en todo el mundo, sin imaginar que sus competencias se necesitarían en Venezuela, un país que tiene grandes reservas de petróleo y tuvo ingresos medios por mucho tiempo. Raffalli y yo nos conocimos en un restaurante engañosamente chic en Altamira, uno de los barrios más ricos de Caracas. A la vuelta de la esquina había una de las nuevas y flamantes tiendas para transacciones con divisas (bodegones), donde la gente que tiene dólares puede comprar cosas como Cheerios o grandes frascos de kétchup Heinz. Ese tipo de bienes importados había desaparecido en los últimos años porque la hiperinflación hizo que el bolívar venezolano no valiera casi nada, y porque las sanciones internacionales y los propios controles de importación de Venezuela interrumpieron el comercio. Ahora de nuevo están disponibles, pero solo para quienes puedan acceder a divisas.
Los miembros de la élite chavista y madurista tienen esa posibilidad, y la nueva dolarización de la economía venezolana les ha permitido de repente alardear con su dinero. Un profesor universitario que conocí me describió su sorpresa al ver a una mujer meter la mano en su bolso y sacar 3.000 dólares en efectivo para comprar un abrigo de diseño. “¿Qué clase de persona puede tener esa cantidad de dinero?”, pensó. En contraste, sus vecinos ancianos —gente de clase media antes, pero que viven de sus pensiones fijas y sin acceso a dólares— lucen delgados y consumidos. Él mismo tuvo que dejar la universidad para trabajar en una organización benéfica extranjera, porque el salario de un profesor pagado en bolívares ya no basta para comprar comida.
La evidencia ostentosa de la dolarización también enmascara la profunda crisis de los pobres en las zonas rurales. Tras la muerte de Chávez en 2013, Corbyn le agradeció en Twitter “mostrar que los pobres importan y la riqueza se puede compartir”. Pero ni Chávez ni Maduro han mostrado jamás nada semejante. Si en el pasado hubo algún progreso contra la pobreza en ese país, se debió a los altos precios del petróleo, que se han desplomado. Maduro hoy preside un desastre que asola especialmente a los pobres. Raffalli me dijo que el sistema de producción de alimentos comenzó a colapsar hace casi una década, debido a la expropiación de tierras y a la destrucción de pequeñas empresas agrícolas, aunque algunas pocas, grandes, sobreviven. La desnutrición general comenzó pocos años después. La organización católica Caritas cree que el 78 % de los venezolanos comen menos que antes, y el 41 % pasa días enteros sin comer. Los efectos secundarios del hambre —altas tasas de enfermedades crónicas e infecciosas— también se han extendido. Pero si no se oye hablar del hambre en Venezuela, ello no es casual: el gobierno se esfuerza bien en ocultarla.
Las tácticas de engaño incluyen el uso de medidas de nutrición obsoletas, que contribuyen a ocultar la gravedad del problema. Los departamentos del gobierno también han recurrido a la jerga eufemística. “Desnutrición” se ha convertido en “vulnerabilidad nutricional”, dice Raffalli, y un sistema de centros de salud para niños hambrientos se llama Servicio de Educación Nutricional. La Asamblea Nacional del país, dominada por la oposición, aprobó medidas especiales para enfrentar a la crisis sanitaria; pero el Tribunal Supremo, que controla Maduro, las rechazó. Lo más ominoso es que se ha presionado a los médicos de los hospitales venezolanos para que no listen la desnutrición como causa de enfermedad o muerte. Los medios de comunicación oficiales no mencionan estas políticas, pero la gente las conoce. La propia Raffalli fue testigo de una escena insólita en un hospital: los padres de una niña que murió de hambre trataron de darle el cadáver, pues temían que los funcionarios del Estado se lo llevaran y lo escondieran. Y también estuvo en una zona rural donde los niños salen de la escuela a mediodía a cazar aves o iguanas para cocinarlas y comerlas en el almuerzo.
A cualquiera que conozca la larga historia de la relación entre los regímenes marxistas y las hambrunas, este método le parecerá increíblemente conocido.
Hace más de 80 años, en el invierno de 1932-1933, Stalin confiscó los alimentos de los campesinos ucranianos y no hizo nada mientras casi 4 millones de personas se morían. Luego encubrió sus muertes, incluso alterando las estadísticas de la población soviética y asesinando a los funcionarios del censo para disfrazar lo sucedido. A cualquiera que conozca la larga historia del uso de los alimentos como arma en los países comunistas, tampoco le sorprenderá la manipulación del régimen venezolano con el suministro de alimentos. La mayoría de los venezolanos —un 80 % según una encuesta reciente—depende ahora de cajas de comida que contienen alimentos básicos como arroz, granos o aceite, que distribuye el gobierno. Las agencias llamadas Comités Locales de Abastecimiento y Producción entregan los paquetes a las personas que se registran para tener el Carnet de la Patria o una aplicación para teléfonos inteligentes, ambos usados también para monitorear la participación en elecciones. Raffalli ha llamado a esta política “no un programa de alimentación, sino de penetración y dominio social”. Cuanto más hambrienta está la gente, más control ejerce el gobierno y más fácil es impedir que protesten o los objeten de cualquier forma. Hasta la gente que no está hambrienta pasa hoy la mayor parte de su tiempo simplemente resolviendo —haciendo colas, tratando de arreglar generadores rotos, trabajando en segundos o terceros trabajos para ganar un poco más—, actividades todas que los mantienen lejos de la política.
Pero Raffalli me hablaba de otra cosa cuando su voz se quebró: de la indiferencia que crece, en el país y en el extranjero. Las Naciones Unidas, tal vez gracias a algunos funcionarios que admiraban a Chávez —o que no admiran a Trump— no han introducido un programa mayor de ayuda humanitaria en Venezuela. “El trauma aquí es que esto ha sido olvidado por los de afuera y también por nosotros”, dijo Raffalli. “Nos estamos acostumbrando a esto… hay que seguir diciendo: ¡No, no es normal!”. En esto, dijo, se ha convertido Venezuela: “Un país con algunos de los ríos más grandes del mundo, pero donde falta el agua. Un país con vastas reservas de petróleo, pero donde la gente cocina con leña”. En las crisis prolongada, “la gente empieza a perder la esperanza. El hambre coexiste con la fatiga y la falta de esperanza. Y nos estamos olvidando de lo que fuimos”.
Y sin embargo, a pesar de los claros ecos históricos, la causa de la crisis en Venezuela no es solo la conocida aplicación fanática de la teoría marxista. Si algunos elementos de la historia venezolana actual parecen sorprendentemente una repetición de la historia soviética, otros recuerdan mucho más las historias más recientes de Rusia, Turquía y de otros regímenes nacionalistas antidemocráticos cuyos líderes poco a poco socavaron los derechos civiles, el estado de derecho, las normas democráticas y la justicia independiente, convirtiendo finalmente sus democracias en cleptocracias. Este proceso también tuvo lugar en Venezuela. Como en el caso de la economía, destruir la cultura política tomo algún tiempo, porque hubo que acabar con varias décadas de instituciones democráticas. En 1965, en The New Yorker, poco después de unas elecciones exitosas, alguien que visitó el país observó, con mucha elegancia, que “el elevado y resuelto entusiasmo por el ideal republicano es uno de los factores determinantes en la historia de Venezuela… el venezolano busca la Justicia como sus precursores buscaron El Dorado, con la misma dedicación, la misma esperanza indestructible y la misma espléndida determinación”.
Pero la democracia se debilitó en la década de 1990, por la corrupción general vinculada a la industria petrolera. Chávez aniquiló el estado de derecho. Su primer intento de tomar el poder fue con un golpe de estado, en 1992. Ganó una elección legítima en 1998, pero una vez en el poder fue cambiando poco a poco las reglas, hasta hacer casi imposible que alguien pudiera ganarle. En 2004, abarrotó el Tribunal Supremo; en 2009, alteró el sistema electoral. Como otros gobiernos antidemocráticos, el régimen venezolano también trató de socavar las ideas abstractas de justicia —que podrían haber protegido a la gente común del estado autoritario— desestimándolas como un complot de Occidente. Rafael Uzcátegui, un activista que dirige Provea (Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos), me dijo que los gobernantes del país habían tratado de redefinir el problema: “Dicen que todo lo que entendíamos como derechos humanos era una ‘imposición hegemónica liberal’”. También crearon instituciones paralelas —como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, la versión de Chávez de la Organización de Estados Americanos— para limitar dentro de Venezuela la influencia de los organismos multinacionales establecidos y los grupos mundiales de derechos humanos.
Cuando tuvo el control total de las instituciones legislativas y judiciales de la nación, Chávez no las usó para beneficiar a los venezolanos pobres, como dice la mitología difundida por sus admiradores de la extrema izquierda. Al contrario, comenzó a transferir la riqueza del país a sus compinches. Este proceso fue extraordinariamente bien documentado, en tiempo real, por muchas personas. Un artículo de Foreign Affairs sobre Chávez en 2006 habla de “flagrantes violaciones del estado de derecho y del proceso democrático”. Otro artículo de 2008 en la misma publicación, señala que “ni las estadísticas oficiales ni las estimaciones independientes muestran evidencia alguna de que Chávez haya reorientado las prioridades del Estado para beneficiar a los pobres”. El deslizamiento hacia la corrupción espectacular empeoró con Maduro. En Caracas, me reuní con al menos una docena de profesores universitarios y periodistas que hacen seguimiento de las deshonestas campañas del régimen en las redes sociales, de sus infracciones a lo que queda del orden constitucional, de la asombrosa corrupción y del desastre humanitario. Su capacidad para observar y describir todo esto no les ha ayudado necesariamente a detenerlo.
Algunos elementos del método de Chávez parecerán extrañamente familiares a cualquiera que haya estudiado otras cleptocracias.
El escritor venezolano Moisés Naím describe el sistema político de su país como una “una confederación de grupos criminales domésticos e internacionales cuyo presidente tiene el rol de capo de la mafia”, lo que suena muy similar a la Rusia de Vladimir Putin. En Caracas, me senté en una sala llena de gente que debatía sobre cuánto dinero exactamente había robado el régimen —¿200.000 millones de dólares? ¿600.000 millones de dólares?—, es un juego de salón que también se juega en Moscú. Dispersos por la capital venezolana, hay varios edificios de apartamentos completamente nuevos y vacíos que, según se dice, son efecto secundario del lavado de dinero: sus dueños almacenan lo robado en vidrio y concreto, esperando que los precios de los bienes raíces suban algún día. Hace un par de años, un tribunal de Miami acusó a una red de funcionarios venezolanos de blanquear 1.200 millones de dólares en propiedades y activos en Florida y otros lugares. En las investigaciones de ese y otros casos aún trabajan organismos policiales de todo el mundo.
¿Cómo se zafó de la cárcel Chávez con tales niveles de robo? ¿Cómo ha podido hacerlo Maduro? Entre otras cosas, los dos hombres fuertes han hecho casi imposible que la prensa independiente funcione, socavando la credibilidad de los expertos, y distrayendo a sus simpatizantes, tanto nacionales como extranjeros, con una combinación de cuentos de hadas —¡Qué maravillosa era la vida de los pobres!— y teorías de conspiración. En los Estados Unidos, algunos elementos de esta historia deben teclas muy sensible para de la gente. Cuando estaba en la cima del poder, Chávez aparecía cada domingo en su reality surrealista e improvisado, llamado Aló Presidente. Allí entrevistaba a sus seguidores, contrataba y despedía ministros, insultaba a la gente, hasta declaraba guerras mientras estaba en el aire y usaba la televisión —tal cual como el presidente Trump usa Twitter— para impactar y entretener, a veces por muchas horas. Chávez inventaba apodos para sus enemigos —uno de varios para el presidente George W. Bush era “el diablo”— y era vulgar y grosero. Esos rasgos convencieron a la gente de que era “auténtico”. Chávez gritaba “¡Exprópiese!” para decir cuáles edificios y propiedades, supuestamente de gente rica, iba a expropiar, igual que Trump acostumbraba gritar “¡Estás despedido!”, como una especie de remate de su programa The Apprentice.
Con el tiempo, Chávez logró polarizar la sociedad en dos grupos: partidarios fanáticos y enemigos igual de fervientes —dos tribus en guerra que sentían tener muy poco en común. Algunas de las diferencias se basaban en la clase o la raza, pero no todas. Un venezolano que conocí —dueño de una librería cuando la gente podía permitirse comprar libros— me dijo que se había peleado con un amigo de la universidad convertido en chavista fanático. Nunca se reconciliaron.
Todavía hoy la polarización está instalada en el paisaje urbano de Caracas. En el municipio Chacao, clase media y dominado por la oposición, los nombres de los activistas asesinados por el régimen están pintados en un muro cerca de una plaza donde se han celebrado muchas manifestaciones contra Maduro. En los barrios de la clase trabajadora, se ven murales y vallas publicitarias a favor del régimen; aunque muchos desafían los clichés. Algunos, las reiteradas banderas venezolanas y los eslóganes “fuera Trump”, podrían describirse fácilmente como nacionalistas más que como socialistas. Otros —las imágenes de los ojos de Chávez, por ejemplo— pertenecen más estrictamente a lo que solo puede describirse como culto a la personalidad.
Ninguno de esos signos y símbolos indefectiblemente significa que el régimen es popular.
La mayoría de los politólogos con los que me reuní consideran que Maduro tiene como mucho el apoyo de una cuarta parte de la población, y alguna gente lo apoya solo por las cajas de comida o por miedo. Quienes hablan, especialmente en los barrios populares, periódicamente se ven sometidos a la violencia. En un vecindario pobre, conocí a una mujer cuyo primo había grabado un video de sí mismo envuelto en una bandera venezolana, yendo a una manifestación antigubernamental. Esto lo publicó en Facebook. Un vecino lo reconoció y se lo dijo a las autoridades —otro acto con ecos estalinistas. Un par de días después, matones de la policía de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) —una unidad que Maduro creó en 2017 supuestamente para “luchar contra el terrorismo”— lo secuestraron y asesinaron.
Las ejecuciones extrajudiciales de este tipo son ahora comunes. Una iniciativa llamada Mi Convive —cuya misión es monitorear y reducir la violencia— registró 1.271 asesinatos extrajudiciales solo en Caracas desde mayo de 2017 hasta diciembre de 2019, aparte de las más de 3.300 muertes violentas en la ciudad. A finales del año pasado, la alta comisionada para los derechos humanos de la ONU concluyó que las FAES y otras fuerzas policiales habían matado a 6.800 venezolanos entre enero de 2018 y mayo de 2019, un período de fuerte conflicto político. El informe de la comisionada incluía detalles de las torturas, como el tratamiento de electrochoque y ahogamiento. Precisamente porque quienes critican al gobierno pueden ser objeto de acoso o violencia, en especial si provienen de barrios marginales, oculto los nombres de algunos venezolanos a quienes conocí o entrevisté.
Pero el cinismo es tan poderoso para desmotivar como el miedo. Una y otra vez, la gente me repitió que Guaidó no le desagradaba, pero que no creían que pudiera ganar. ¿Y qué importa si la administración Trump lo reconoce como el presidente legítimo? El ejército venezolano no lo hace. La democracia colapsó, las elecciones son injustas, la policía puede entrar en la casa de cualquiera en cualquier momento, así que ¿cómo puede tumbarse al régimen? Uno de los antiguos profesores de Guaidó me dijo que le había hecho saber a su antiguo alumno que no iría a más manifestaciones hasta que supiera exactamente por qué manifestaba. ¿Cuál es el camino realista para el cambio?
La polarización aumenta ese cinismo creando sospecha y desconfianza en los dos lados; la gente oye a los políticos gritar eslóganes diametralmente opuestos o presentar hechos contradictorios y respuesta instintiva es taparse los oídos. Así que se retiran a su mundo privado —o se van, en inmenso número. Los 4,5 millones de personas que se piensa que han salido de Venezuela en los últimos años lo han hecho sea cruzando la frontera hacia los países vecinos o intentando estudiar o trabajar en el extranjero. Históricamente, Venezuela fue un imán para los inmigrantes, no una fuente de refugiados. El éxodo actual ha dejado enormes vacíos en muchas instituciones, ha roto familias y ha destruido círculos de amigos.
La segunda persona que conocí que rompió a llorar fue una traductora. En un evento, respondí en inglés a una pregunta sobre la ola de refugiados venezolanos que se está extendiendo por América del Sur, América del Norte y Europa. Mientras traducía al español mi respuesta en español, se derrumbó. “De repente pensé en mis sobrinos”, me dijo después. “Todos esos jóvenes esperanzados, todos se han ido”.
La tercera vez que alguien lloró fue en circunstancias bastante diferentes. Estaba en La Vega, una de las barriadas que se aferran a las colinas de Caracas, un poco como las favelas de Río de Janeiro. Las carreteras pavimentadas de ese barrio son testimonio del dinero que hubo una vez para gastar en infraestructura; los empates chapuceros de los cables eléctricos y de las tuberías de agua muestran del declive de esa infraestructura. Estábamos sentados en una cocina comunitaria, creada por el grupo llamado Alimenta la Solidaridad, que sirve comidas regulares a los niños de los barrios pobres. Esa es una de dos iniciativas concebidas por Roberto Patiño, un joven político de la oposición que se convirtió en activista humanitario. La otra es Mi Convive, un grupo que monitorea y mitiga la violencia. Patiño era líder estudiantil e hizo campaña por Henrique Capriles, líder de la oposición que en 2013 optó a la presidencia del país y perdió por un margen mínimo y probablemente con fraude. Patiño me dijo que cuando viajaba por el país se sorprendió por la falta de fe de la gente en toda la campaña. No odiaban a Capriles, pero pensaban que “todo lo relacionado con la política es una mentira”.
Las organizaciones de Patiño no son políticas, y no están destinadas a impactar directamente las campañas electorales. Por el contrario, buscan atenuar la polarización y paliar el cinismo que ha congelado a la sociedad venezolana. La propaganda divide a la gente. El miedo los aísla. Por el contrario, Alimenta y Mi Convive crean proyectos que unen personas, sin importar su estatus socioeconómico o sus opiniones políticas, al construir redes de amistad y apoyo. Los proyectos los atienden, en parte, personas educadas de clase media de entre 20 y 30 años que han decidido deliberadamente no emigrar, aunque cualquiera de ellos podría hacerlo. Alberto Kabbabe, cofundador y director ejecutivo de Alimenta, es graduado en ingeniería química; dice que la mayoría de sus amigos universitarios se han ido a Estados Unidos o a Colombia. Cuando estaba en el movimiento estudiantil con Patiño, Kabbabe no se imaginaba a sí mismo dirigiendo cocinas comunitarias, como nadie en el grupo en aquel entonces. “Pensé que haría política, pero algo más… sofisticado”, me dijo alguien. Pero en una sociedad donde la política sofisticada parece inútil e imposible, trabajar creando vínculos entre los vecindarios ricos y pobres se siente como algo positivo y creativo. “El gobierno nos hizo creer que somos diferentes y enemigos. En verdad todos somos diferentes, pero podemos trabajar juntos”, me dijo Kabbabe.
Un trío de estos jóvenes me llevó a ver un par de cocinas en La Vega. Empezamos visitando un colegio jesuita. Alimenta ha trabajado estrechamente con la orden, que tiene un interés particular en los refugiados y en los muy pobres. Los padres jesuitas de Caracas —conocí a varios— me recordaron al tipo de sacerdotes que trabajaba en los barrios obreros de Polonia en los años ochenta, cuando la Iglesia Católica era una institución nacional unificadora en ese país y no, como ahora, parte de una guerra sobre la cultura moderna que divide a la gente.
De la escuela fuimos a una de las cocinas comunitarias, en realidad, un comedor montado en un suelo de tierra bajo un techo de chapa ondulada. Las mujeres que trabajaban allí eran todas voluntarias, a algunas les habían negado las cajas de comida gratis que distribuye el gobierno por trabajar para Alimenta. Me dijeron que no les importaba, que de todos modos la comida que se sirve en esas cocinas es más saludable, y que había otros beneficios. “Podemos hacer algo para marcar una diferencia”, me dijo una de las voluntarias, y eso crea una especie de satisfacción psicológica, hasta aparte de la comida. Algunas de las mujeres se han convertido en defensoras de sus comunidades, y hablan sobre el cierre de escuelas, el racionamiento de agua y otras adversidades que la decadencia de Venezuela les impone.
Las condiciones eran un poco mejores en otra sección de La Vega, más abajo en la ladera. Allí la cocina comunitaria está en un edificio de verdad, conectado a un convento. En las paredes hay listas de los menús diarios, el espacio huele ligeramente a desinfectante y los pisos verdaderamente brillan. La voluntaria que atendía la cocina —de pelo gris, vestida con jeans y con una franela de Alimenta la Solidaridad— nos mostró el lugar. Empezó a contarme la historia de su vida, un cuento de desgracias y crisis: un hijo abaleado por la violencia local, otro muerto en un accidente. Pero ahora tiene algo de éxito: sus hijas estudian y ella alimenta a los niños —un papel que le permite cuidar a las familias de la zona con problemas. En ese momento fue cuando comenzó a llorar. Una de las jóvenes de Alimenta, varias décadas más joven, de otro sector de la ciudad y con un entorno calló un momento y luego reanudó su historia.
Estoy tentada a terminar aquí con una advertencia, porque Venezuela representa la conclusión de muchos procesos que vemos en el mundo de hoy. Venezuela es el desenlace del marxismo ideológico; la culminación del asalto a la democracia, a la justicia y a la prensa que se está desarrollando en tantos países; y el límite externo de la política de polarización. Pero no quiero, como han hecho muchos, tratar a Venezuela nada más como un símbolo. Es un lugar real, y las dificultades que enfrenta la gente que vive allí no han terminado, ni culminado, ni están circunscritas en lo absoluto. El objetivo de cualquier cosa que hagan los Estados Unidos y los demás miembros de la comunidad internacional en Venezuela a continuación, debe ser de verdad para ayudar a los venezolanos y no para promover un argumento ideológico, en especial cuando las crisis humanitarias y políticas se profundizan y se extienden.
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Este trabajo se publicó originalmente en el website theatlantic.com y se reproduce aquí con permiso de The Atlantic. La traducción es de Sandra Caula.