En tiempos en que Estados Unidos se gobierna por Twitter y la línea entre lo real y lo virtual se hace cada vez más tenue, Yucef Merhi (Caracas, 1977) se ha convertido en el exponente más reconocido del arte digital venezolano, por medio de programaciones, simulaciones, televisores, cables y Ataris con los cuales comenta sobre nuestra contemporaneidad de píxeles. Con propuestas como una bandera fusión del Líbano e Israel que se alza frente a una Torá y un Corán con puertos USB y alambreado (The Holy Land, 2001), el artista caraqueño ha explorado la cada vez más solapada relación entre nuestra sociedad y nuestros medios masivos. El internet es omnipresente y omnisapiente y Merhi es su mesías.
Como sugieren las imágenes de deidades hindúes en su estudio abarrotado de libros y su aura de ciber-yogi, Merhi también ha hecho una aproximación espiritual y poética hacia la semántica y la filosofía por medio del ready-made y de los nuevos medios digitales. Controvertido, se dio a conocer por jaquear los correos electrónicos de Hugo Chávez en los inicios de su gestión y por apropiarse del dominio de la página maccsi.org en diciembre del 2000, aprovechando que el entonces Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber no había renovado el dominio de su página web. Allí, creó el Salón Pirelli de Artistas Digitales como paralelo al Salón Pirelli, la bienal para artistas jóvenes que se solía celebrar en el museo. La meta del proyecto consistía en exponer la apatía del museo, precisamente de arte contemporáneo, ante las posibilidades del internet y su nuevo rol en el mundo. De hecho, según El Universal, la directiva —con la excepción de Sofía Imber— no mostró interés en recuperar el dominio ni hacer ruido.
Dos años después, tras los eventos del 11 de abril, hizo la obra Justicia, que consistía en diecinueve televisores que, por medio de la planimetría, ocupaban los lugares donde cayeron los manifestantes abaleados en la avenida Baralt desde el Puente Llaguno. Los televisores estaban conectados al Atari de su primo, uno de los fallecidos, que producía la palabra ‘Justicia’ en las pantallas. El mensaje es generado en tiempo real y desaparece cuando se apaga el Atari porque el cartucho tiene un sistema de memoria volátil. Así, la pieza habla de una corta memoria nacional ante eventos injustos pero también, por medio de la denuncia, expone el corazón de la obra de Merhi: la importancia, por medio de pantallas y cartuchos, de la libertad y la dignidad de la gente de carne y hueso.
Jaqueaste los correos electrónicos de Chávez cuando empezó su presidencia. ¿Cómo sucedió esto? ¿No hubo represalias?
Entre 1998 y 2004 intercepté los correos electrónicos enviados a su cuenta para realizar la obra Máxima Seguridad, hasta que Chávez asumió una dirección oficial desde el servidor platino.gov.ve. Una de las herramientas que empleé para identificar las fallas de seguridad se llamaba SATAN, acrónimo de Security Administrator Tool for Analyzing Networks. Es irónico porque el mismo día en que nació Chávez (28 de julio de 1954), nacieron 666 personas. Esos correos eran de familiares, amigos, futuros ministros, militares, diplomáticos, dirigentes de otros países, estudiantes, profesionales, inversionistas, personas solicitando trabajo, ciudadanos con problemas de salud. Somos (¿o fuimos?) un pueblo muy ingenuo. Los correos se han presentado empleando un método de ordenamiento y visualización de datos que denominé datagrama. La información es impresa y adherida directamente a la pared, en distintos ángulos, sin preferencias o filtros, reflejando nuestra quebrada historia contemporánea. Máxima Seguridad se ha expuesto en el Bronx Museum, White Box y el John Jay College of Criminal Justice de Nueva York; la Bienal de Sao Paulo-Valencia; De Appel, en Ámsterdam; The Project, en Los Ángeles; Pinta Solo Projects, en Londres; La Colonie, en París; e incluso en la antigua sede de la Sala Mendoza.
¿Son arte los tweets, los videojuegos (que ahora se exponen en el MoMA) y los memes, considerando que todos llevan un deseo creativo atrás? En la exposición Art in the Age of the Internet en el Institute of Contemporary Art de Boston, las obras habían sido creadas con gran esfuerzo mental y programático de los artistas más allá de recurrir a las plataformas existentes de las redes.
Sí, se puede hacer arte con tweets, memes, videojuegos y muchos otros formatos digitales o electrónicos. Es un reto, una obra de arte tiene que producir algún tipo de transformación en quien la experimenta. Los gestos son insuficientes para quienes asumen el arte como plataforma de sensibilización y espacio expansivo de la conciencia. Poco importa el medio; puede ser pintura, performance, video o software.
¿Pesa más el artista-programador, retornando al ideal clásico formal, al definir qué es arte ante la producción masiva online? ¿O quizás en el curador como definidor arbitrario y subjetivo?
La transformación se inicia en el artista, en su experiencia formulando, creando y viviéndose con la obra; de lo contrario, difícilmente ocurrirá en el público. Si el artista no se exige a sí mismo, entonces lo tiene que hacer el curador o el crítico. Lamentablemente, faltan curadores y críticos especializados en los nuevos medios.
La apropiación de la página web del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber fue una respuesta a las carencias de la institución en cuanto al internet y el new media art. En retrospectiva, ¿consideras que el Maccsi, hoy Macar, ya tenía un problema de ineficacia institucional y estancamiento curatorial incluso antes del despido de Sofía Imber, la posterior pérdida de su autonomía y el desgaste general que ha sufrido?
En 2000, cuando me apropié del dominio del Maccsi, el museo era todavía considerado una de las instituciones de arte más emblemáticas del continente. En ese entonces yo ya estaba residenciado en Nueva York. Participaba activamente en muestras de net.art y en la constitución de lo que vendría a conocerse como New Media, término popularizado en 2001 por Lev Manovich. Anhelaba ver al Maccsi participando en esa conversación a la que, paulatinamente, se fueron adhiriendo museos como el Whitney, el MoMA, el SF MOMA y el Guggenheim. En 2001 viajé a Venezuela para instalar The Holy Land en la Galería de Arte Nacional. Aproveché para reunirme con el personal del Maccsi y tratar la situación. Hasta ese momento la única persona que me había contactado para recuperar el dominio de la institución había sido Sofía Ímber. Al llegar al museo no me recibieron los curadores o alguien de la junta directiva, sino la encargada del departamento de informática y una investigadora. El museo estaba pasando por una crisis institucional. Fue un encuentro difícil. Les propuse devolver el dominio y ayudarles a crear una sección de net.art en la página web del Maccsi. Tenía mucha información y contacto directo con los pioneros, pero su respuesta fue negativa. En marzo de 2001 —un mes después— el SF MOMA inauguró 010101: Art in Technological Times. Al mismo tiempo, la curadora Christiane Paul, del Whitney Museum, estableció el Artport e incluyó obras de net.art en la Bienal del Whitney de 2002. Mi impresión es que el Museo de Arte Contemporáneo perdió su rumbo cuando Chávez, injusta y perversamente, despidió a Sofía Ímber.
El Salón Pirelli digital anticipó la Venezuela fragmentada de la diáspora, pues contó con la participación simultánea de artistas tanto en el exterior como en el país. Hoy, millones de venezolanos viven en el exterior mientras que la gestión cultural del Estado se ha replegado hasta en las redes: los museos no tienen cuentas en redes sociales ni página web y el catálogo de la Biblioteca Nacional es inaccesible. ¿Crees que internet puede proveer archivos y espacios culturales para que los venezolanos de la diáspora tengan acceso a la historia, memoria y cultura del país?
El internet y sus recursos están al alcance de todos, pero la digitalización depende de la voluntad de quienes tienen acceso al material. Lo más probable es que esto ocurra a partir de la acción de personas que ya no están en Venezuela. Hace unos años empecé a asesorar gratuitamente a alguien que se ha ocupado de digitalizar un vasto número de publicaciones venezolanas con el ánimo de establecer una colección digital en una universidad del exterior. Lo que ha implicado ese asunto, desde las dificultades técnicas en Venezuela hasta los derechos de autor y trámites interinstitucionales, ha convertido la aspiración de compartir ese material en una gesta heroica.
¿Estamos más cerca de la digitalización de nuestra memoria cultural e histórica o de la quema espiritual de nuestras “bibliotecas de Alejandría”, cada vez más herméticas y separadas de quienes viven en Venezuela y quienes viven fuera de ella?
Digitalizar y restablecer la memoria textual, visual y audiovisual del país va a tomar un gran esfuerzo colectivo, y más si se busca instaurar un acceso permanente a los archivos. Esta iniciativa la puede asumir cualquier persona que sienta el llamado cívico de compartir lo que considere valioso. Todos podemos participar en ese proceso y se puede empezar desde lo más sencillo. Pongo como ejemplo un blog que abrí hace varios años con algunos escritos, reveladores y difíciles de conseguir, de Mariano Picón Salas: estos textos fueron transcritos sin escáner. Con la quema de la biblioteca central de la Universidad de Oriente, un acto de barbarie incalificable, pareciera que la digitalización de los libros y archivos debería considerarse una prioridad.
En tu obra Artificial Stupidity (2019), por medio de un algoritmo, el espectador puede jugar una suerte de Pac-Man donde la cabeza de Maduro devora emojis de la bandera de Venezuela, transformándolos en emojis de excremento. El videojuego plantea la destrucción sistemática del país pero también la humanización de la inteligencia artificial por medio de la estupidez y los errores. ¿Es la estupidez artificial un peligro?
La automatización-digitalización de nuestras existencias —un fenómeno que se ha acelerado con la pandemia— es un hecho inminente. Económicamente, la inteligencia artificial es un negocio muy lucrativo, con una proyección de 22.6 mil millones de dólares en ganancias para este año. El concepto de estupidez artificial apareció en The Economist, en 1992, para describir el trabajo ganador de la primera edición del Premio Loebner, una competencia anual de inteligencia artificial que premia los programas de computadora considerados por los jueces como los más humanos. El ganador inaugural incorporó errores deliberados al programa para engañar a los jueces, haciéndoles creer que era humano. Actualmente la estupidez artificial se asume con un criterio peyorativo que corresponde a fallas en el diseño de algoritmos y a la ausencia de parcialidad en los datos que se procesan. En la sociedad estadounidense, los algoritmos pueden determinar la aceptación de un estudiante en una universidad, las clases que tomará, el puntaje de su crédito, las ofertas laborales, qué seguro médico tendrá, a quién conocerá en el internet, con quién tendrá relaciones, que artículos consumirá, que películas verá y mucho más. Sin embargo, el gran peligro no radica necesariamente en la implementación de los algoritmos sino en quién los escribe y bajo qué parámetros.
Con la Primavera Árabe en 2011, el mundo celebró a Twitter y Facebook por su rol para ampliar el discurso pro democracia. Ahora, culpamos a las redes de la posverdad, las fake news y de la desinformación, la caída de los gatekeepers en la política y los medios mainstream, las teorías de conspiración, los hacks a elecciones y los bots de regímenes autocráticos. Nuevas tecnologías, como el sistema de créditos chino o el AI que reconoce el rostro de homosexuales, parecen hacer realidad episodios de Black Mirror. ¿Nos acercamos más a la utopía o a la distopía?
Percibo ambas representaciones. Respecto al avance tecnológico, nos estamos acercando a un sueño. Para los tecnócratas este es el momento más emocionante de la historia. El riesgo de cumplir ese sueño es que podríamos quedarnos dormidos para siempre. Estamos comprometiendo nuestra experiencia primordial del aquí y ahora, del presente, de la conexión sagrada con el mundo natural. De hecho, pareciera que nos estamos olvidando del sentido de estar vivos y conscientes en este mundo. Nuestro accionar inconsciente está propiciando una sexta extinción masiva y desencadenando el cambio climático de la Tierra. Tenemos, urgentemente, que calibrar nuestras misiones, ambiciones, planes, estrategias y proyectos, en función de una convivencia más balanceada, justa y equitativa, con nosotros y todos los seres que habitan este mundo.